Por Carlos Rendón.
Puedes verlo en cuanto evento cultural se realice en la ciudad. Siempre desde atrás, callado y pegado a su cuadernillo. Sus ojos cristalizados en el escenario o en la ponencia, sólo bajan cuando debe escribir algo con su lápiz, rápido, embarrando la hoja con el grafito y, entonces, vuelve a levantar la vista. Así, una y otra vez. Cuando el show termina, él se iba como quien tiene una urgencia en un lugar muy lejano. Y no vuelve a aparecer, hasta que un nuevo evento ocurra.
Por tal motivo, estaba seguro que lo encontraría en Filzic. No sabía cómo ni cuando, pero una corazonada me hizo armarme de grabadora y recorrer los pasillos repletos de gente, libros y artesanías. Como un sabueso siguiendo el rastro de su presa, me escabullía entre los estantes, revisaba cada asiento a medida que se realizaban los shows. Pasé un buen rato sentado en la cafetería, con la esperanza de verlo pasar.
Comenzaba a creer que aquella sería una jornada infructuosa cuando, dirigiéndome a la salida, lo vi. Lo vi pasar rápido, adelantando personas, dirigiéndose en dirección contraria a la mía. Llevaba un traje simple y holgado, la tez morena y unos ojos colorados. Al voltear, su silueta se me escapaba. Me pregunté hacia dónde se dirigía tan rápido, y no dudé en seguirle con cuidado de que no advirtiera mi presencia.
Grande fue mi sorpresa cuando lo vi llegar a su destino: el baño. Por supuesto, eso explicaba su paso raudo. Lo esperé con ansias sentado en las afueras, pensando en cómo presentarme, a dónde llevarlo, qué tipo de preguntas le haría a un hombre tan particular, a quien he visto en al menos en treinta eventos culturales distintos. Cuando salió no perdí el tiempo, lo intercepté presentándome como periodista, que lo había visto tantas veces en diversos lugares y quería hacerle nada más que unas preguntas.
–Sí, claro –Me dijo con una voz rasposa, sin siquiera detenerse.
–¿Le parece si nos vamos a sentar a algún lado? Estaba pensando en el café, para estar más tranquilos.
–No, no, de pie nomás, acá en terreno.
–Como guste –Alcancé a responder, siguiéndole el paso mientras extraía la grabadora del bolsillo y esquivaba a las personas.
Pronto descubriría, a través del diálogo, la importancia que le daba este singular personaje al trabajo en “terreno”. Aceptando que aquella no sería una entrevista común y corriente, lo seguí hasta llegar al Rincón de los Sueños, donde se presentaba un conjunto folclórico. Por fin nos detuvimos, bordeando las sillas donde estaba el público, pero cuando me preparaba a comenzar las preguntas, nuevamente se me adelanta.
–Ya, empecemos altiro nomás, que tengo que anotar qué tipo de cueca están tocando –se detiene un momento para observar a los bailarines, y luego a los músicos que interpretaban la canción–. Esa es una cueca brava.
–¿Me puede decir su nombre, por favor? –inquirí con sinceridad cayendo en cuenta de que aún no le hacía la pregunta más básica.
–José Antonio Palma Bustamante, señor.
–¿Cómo es su trabajo don José? ¿Habla con los artistas, escribe sobre ellos?
–Claro, yo a veces hablo con ellos, si es que me acuerdo. Así se trabaja po’, en vivo, ahí está la gracia, en el terreno. Si estuviéramos en un living conversando o en una casa, no se muestra nada po’. Acá se muestra altiro como trabaja uno –exclama con pasión, mientras subía y bajaba la cabeza, mirando el show y su cuadernillo, pero sin escribir–. Por ejemplo, yo ya me perdí la película ahora po’ –ríe, refiriéndose a la canción que ya terminaba, una risa potente y contagiosa–. Pero no importa, conversemos nomás.
–¿Usted es de Antofagasta?
–Sí, de aquí de Antofagasta.
–¿Y hace cuánto que está viniendo a este tipo de eventos?
–A la Filzic desde que inició –mentalmente hago el cálculo, siete años–, pero yo empecé a hacer esto desde hace 12 años. He estado en cine por ejemplo, en Antofadocs. Llevo años ahí. Estaré enfermo a veces, pero me da igual, tengo que levantarme de la cama. Aquí no hay licencia, no hay permiso, no hay nada. Tengo que venir, porque si me lo pierdo nadie me lo va a repetir.
Me sorprendió rápidamente la forma en que hablaba de su trabajo, una mezcla de orgullo y pesar, como quien debe cargar con un peso tremendo sobre sus hombros, pero lo disfruta al mismo tiempo.
–“Un Piquero” –dice de pronto, cortando la conversación, yo lo miro extrañado–. Así se llamaba esa cueca po’.
–¡Usted se las sabe todas! –alcanzo a responder, mientras José anotaba presuroso el nombre de la canción junto a su intérprete.
–Si po’, así se trabaja. Así se aprende. Aquí se lleva toda la cultura –exclama señalando su cuadernillo.
–¿Entonces básicamente lo que hace es traspasar a cuadernos todo lo que se hace culturalmente en la ciudad?
–Claro, yo no soy periodista, no tengo ningún título, pero igual me preparo –le consulto al voleo si hace algo con todos esos cuadernos–. No, los tengo guardados nomás. Son para mí, no trabajo para ningún diario o algo así. Tengo unos… Quince cuadernos, todos llenos.
–Llevar un registro de la vida cultural de la ciudad es un trabajo muy importante, y que nadie hace –comento sorprendido, mientras hojeo el cuaderno que José previamente me da permiso para revisar. Cientos, quizás miles de nombres están allí, escritos con buena caligrafía y ordenados como si se tratara de un registro oficial.
–Exactamente, nadie lo hace. Qué van a estar viniendo a estas cosas si están trabajando. Ni periodistas van a venir a hacer esto, porque por esto nadie les paga. La cultura no da. Yo no puedo decir que por hacer esto usted va a ser millonario. El otro día vino un periodista y me dice que quiere ser como yo. Yo le digo “sabe qué más, usted es de allá” –señala hacia el sur, intuyo que habla de la universidad–. Quédese con lo que es de allá. Aquí no va a ser millonario. Yo no tengo un buen pasar con esto. Esto yo lo hago porque a mí me gusta, nada más. Aquí se pasa pobreza, se pasan un montón de necesidades. ¿Qué cree usted que yo la paso muy bien? No po’, esto lo hago porque a mi me gusta nomas.
–Y usted don José, ¿cómo vive? ¿Cómo se mantiene? –pregunto con real interés.
–Tengo que arrendar la mitad de mi casa, y con eso vivo. Si esto no genera renta… Mira, si esto fuera rentable, montón de gente vendría pa’ acá. Aquí yo paso necesidades, a veces me faltan zapatos, y bueno, esas son cosas que yo tengo que solucionar. Por eso nadie puede hacer lo que yo, ni nadie podrá hacerlo –me sorprende lo lapidario de su comentario, pero al mismo tiempo, argumentos no le faltan.
–¿De qué forma se entera de los eventos que hay? –pregunto mientras un sujeto de traje pasa y le saluda.
–Tenis que ver todos los días el diario. Yo lo leo en la biblioteca, si no fuera por eso no podría ver nada po’, si uno no se puede comprar nada.
–¿Cómo empezó con este trabajo?
–Bueno, a ver, mi primer evento fue cuando dejé de trabajar y me dediqué a esto. Allá en las playas, había una radio, la canal 95, cuando empezó a transmitir en las playas, y ahí empecé a anotar conjuntos, todo lo que hay aquí –señala su cuadernillo–. Y empecé a ir al cine, a todo, incluso marchas y desfiles, tenía que ir viendo todo tipo de marchas. Por ejemplo la gente va a ver un desfile y no tiene idea que están tocando Radesky cuando salen los carabineros.
–Dijo que trabajaba antes de hacer esto. ¿Qué hacía?
–Uf, trabajaba en contabilidad, era contador general. Después fui vigilante, y después terminé haciendo esto.
–¿Y como se siente más feliz? ¿Ahora o antes, cuando trabajaba? –pregunto, sabiendo de antemano la respuesta.
–No, yo me siento mejor acá. Quizás algún día me cabree y tenga que dejarlo. Pero llevo tantos años que ya ni dan ganas de hacerlo. Esto es lo mismo que fumar po’. Te dicen deja el cigarro, pero no se puede dejarlo. Esto es lo mismo. Algún día tendré que dejarlo, pero será por alguna enfermedad grave, donde ya no pueda hacer nada.
–¿Y no le parece fome que no haya nadie después de usted, que siga haciendo lo que usted hace?
–Tendría que ser un… Periodista muy aplicado la verdad, pero yo no he visto a nadie con ese interés. Yo te digo, algún día cuando ya no esté aquí, nadie va a hacer esto, porque van a ver que esto no es rentable y no va a haber un interés. ¿Te has dado cuenta que los que vienen acá ven lo que quieren y después se van? Esa es gente de plata, lo peor, porque lo único que hacen es venir a tomar, o con el auto, la polola. Yo los conozco, son gente que tiene más “cultura” que yo, pero ni aprecian. Y por eso te digo que es difícil que haya alguien que continúe esto. Esto muere y muere nomás.
–¿Y qué va a pasar con sus escritos? –insisto, esperando que me dijera algo, alguna idea, alguna forma de rescatar lo que hace.
–No sé po’, yo ya no podría hacer nada, no voy a estar acá –ríe–, voy a estar en otra dimensión. Qué se yo lo que habrá ahí. Eso será de los que queden vivos. Yo creo que va a llegar otra persona ahí donde vivo, lo va a comprar y va a decir que “todo esto es una mugre, hay que botarla” –refiriéndose a sus cuadernos–. Así nomás es la cosa. Hay gente que no aprecia esto, que no aprecia la cultura.
–¿Y algún amigo, algún familiar?
–No hay nadie, están todos en el cielo. Están todos “encielados”. Ahí me esperan –hace pantomima como si lo estuvieran tirando de una cuerda–. Pero yo todavía no po’, todavía no me quiero ir.
La conversación se corta de golpe, José mira a ambos lados y luego al frente, yo intento adivinar qué ocurre, pero nada parece haber cambiado. De pronto, apunta hacia el frente, diciéndome “ahora vámonos pa’ allá, vamos caminando al escenario central”. A lo lejos, podían escucharse los primeros compases del show en el escenario central de la Filzic. Partió a toda velocidad mientras yo lo seguía en el tumulto de gente, esforzándome para no perder ni una palabra.
–¿Usted tiene algún gusto preferencial en esto del arte, o va a todo? –pregunto mientras esquivo un coche, me agacho y mi brazo se transforma en culebra para mantener la grabación.
–No, hay que ir a todo. Por ejemplo si digo que a mi no me gusta la cueca, eso es una falta de cultura, falta de educación. Usted tiene que ir a todo. Esa gente que dice que no le gusta tal cosa, le falta educación, por eso rechaza. Por ejemplo yo voy a ver rock, y ahí estoy con los cabros, si la música no tiene edad –exclama mientras mueve la cabeza de arriba abajo, haciendo el clásico headbanging de los metaleros–. Es raro que una persona de mi edad vaya a esas cosas, pero yo voy porque igual es cultura –me responde mientras llegamos por fin al escenario central, donde un grupo comenzaba a cantar.
–Ya, ese es Punahue…. –está a punto de anotarlo en su cuaderno, pero se detiene de golpe–. ¡No! Estos son los Trovadores del Sol, cuidado.
–¿Y esa canción, cuál es? –le pregunto, curioso y con ganas de probar sus habilidades.
–A ver… –pensante, mira al escenario–. Esa es… “Negra” –anota en su cuaderno–. Esta canción trata de un negro esclavo al que lo están velando –responde correctamente.
–Usted que ha venido a todas las versiones de la Filzic, ¿cómo ve la feria? ¿Le parece bien que haya algo así en la ciudad?
–Claro, todo sirve, me parece bueno. Todo lo que es cultura hay que alabarlo. ¿Podría haber algo mejor? Claro, si todo es perfectible, pero bueno, hay esto. Por mientras conformémonos con lo que tenemos.
–Y después de la Filzic, ¿alguna otra actividad a la que tenga pensado ir a corto plazo?
–A ver… Estamos en treinta de abril, mañana primero de mayo… Termina esto el ocho… –lo veo hacer cálculos mentales, llevándose la mano al mentón. Creí, por un segundo, que lo había pillado–. ¡Ah! Ya, hay que prepararse, que viene un Ballet Ruso, llega aquí el 5 al teatro municipal –pero de nuevo, su conocimiento me sorprende–. Va a estar el “kazachok”, esos bailes que hacen los rusos –se pone a bailar como ruso ahí donde estábamos, cruzando los brazos y levantando las piernas–. ¿Los cachai? También están el gopak, la beriozka, kalinka, todas danzas rusas. Se supone que esa gente que se sienta ahí domina perfectamente de qué tratan y nada po’. Estos bailes necesitan acrobacia, elasticidad, destreza. –Dice mirando ahora su cuaderno, donde tenía anotadas todas estas danzas.
–Y ahí va a estar usted, me imagino.
–No sé todavía, porque eso es caro –me responde, pero yo le insisto, consultándole qué hace en esos casos en que no le alcanza para asistir–. Buena pregunta, ahí vamos a ver qué pasa. Lo veo en terreno, y bueno, si no pasa nada, hasta ahí nomás llegamos, o por último escucho desde afuera.
–¿Oiga y no le han dado algún reconocimiento de tantas veces que ha estado en estas cosas?
–Claro, claro, una vez en el Teatro Municipal, la directora Carla Corrales. Ella me entregó un premio porque yo no faltaba nunca para las obras de la orquesta sinfónica. Me entregaron un galbanito, y ese no lo han entregado nunca y no lo van a entregar más.
–¿Se lo entregaron en el municipal, sin avisarle? –le pregunto mientras trato de imaginarme la escena.
–Fue sorpresa, yo no sabía. Estaba ahí y me llamaron.
–¿Cómo se sintió?
–Bueno, es un reconocimiento al trabajo. Y ahí lo tengo en la casa po’, que con todo el desorden y los apuntes, no sé donde lo tengo, pero lo tengo.
–¿Usted espera seguir muchos años más con esto?
–Yo creo que sí, como siempre nomás, al mismo ritmo. No sé hasta cuando, como te digo para hacer esto hay que tener ganas, hay que tener pasión –exclama orgulloso.
–Y hay que estar feliz con lo que hace –agrego.
–Exactamente, a veces la gente está obligada a un trabajo, por esa plata que le pagan, no porque les guste. Aquí no po’, aquí yo estoy porque me gusta, no por una obligación o por un contrato. Hay pasión, constancia, entrega, sacrificio, eso es lo que se necesita y no cualquiera lo va a poder hacer. Yo soy feliz con lo que hago y estoy contento… Pa’ qué más po’.
José se despide con una sonrisa, o más bien, soy yo el que se va. Mientras camino de regreso volteo y lo veo allí como siempre, detrás de la gente, con las manos cruzadas a la espalda, observando el trabajo de los músicos. Me inquieta y a la vez me maravilla esa mente dispersa y ese trabajo riguroso. Esos cuadernos rayados y esa mirada sincera.
Quizás él no lo sabe y quizás nunca lo sepa, pero José realiza un trabajo tan puro y tan importante que parece sacado de otros tiempos. La próxima vez que vayan a un evento cultural y lo vean -porque seguro que lo ven-, mírenlo con el respeto que se merece el único gran cronista de la cultura antofagastina.