Escuela de Periodismo UCN

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La Escuela de Periodismo de la Universidad Católica del Norte es una unidad académica que tiene 56 años de trayectoria, formando a los profesionales del área de comunicaciones.

El inmortalizador del desierto

Glenn Arcos, fotógrafo:

El inmortalizador del desierto

El retratista nortino reflexiona sobre su vida y trayectoria fotográfica, sus más importantes influencias y sus nuevas aspiraciones laborales.

Por Anissa Medina A.
Para el curso de «Técnica de la entrevista».

Es un día nublado por la mañana, los rayos de sol aparecen y desaparecen esporádicamente. A pesar de esto, Glenn Arcos (51) no se quita sus lentes de sol espejados al recorrer la casa que en algún momento construyó para su madre, pero que hoy desempeña el rol del Centro Cultural Estación Fotógrafo de Cerros. En una galería, repleta de pinturas en blanco y negro, y fotos en la misma gama de colores, se acerca a un escaparate y comienza a recordar, con orgullo, a sus padres que, hace algunos años, ya no se encuentran con él.  Por un momento pareciera volver a su niñez al señalar los retratos de su madre y padre, y al hojear las páginas de un álbum de peleas que su abuelo le dio a su madre, y su madre le dio a él. Recorre un pasillo y se detiene en un salón cuyas paredes están colmadas de acuarelas multicolores, del artista Jorge Luis Dolores Araya. Años atrás, en esta habitación, él y su mamá pasaban tiempo juntos, mientras ella veía televisión. Su madre, una visionaria, fue quien sugirió la idea que ese mismo espacio estuviera repleto de las fotografías de su hijo y que se llenara de gente que quisiera verlas. “Ella apostó por mí, por su soñar empecé a diseñar esto (el centro cultural), y aposté todo por mi trabajo. Partió como un concepto pensado en algo más familiar, para poder compartir esto con la gente que amo”, menciona.

Fuera de la galería, finalmente se sienta, se quita los lentes y deja al descubierto sus ojos. Uno de color café y el otro de un gris opaco, que se asimilan fuertemente al del retrato de su madre, colgado en una de las paredes de adentro. Sus cejas rectas, su piel trigueña y su cara redonda, son muestras que su parentesco es innegable. 

Antes de trabajar en el centro cultural y como corresponsal en El Mercurio desde 1996, solía recorrer las calles de Chuquicamata acompañado de su madre que llevaba una cámara en el cuello. Arcos habla con voz humilde sobre sus inicios, siempre se ha tenido conectado a las personas, a los derechos humanos y a retratar la realidad nortina. En el 2019, durante el Estallido Social, jugó un rol importante al capturar lo que otros medios no mostraron, el respeto a la gente y su urgencia de cambio. 

A pesar de haber viajado por el mundo, exponer en países como Australia, Israel y Cuba, decide permanecer en la tierra que lo crió, y dar de vuelta el amor, construyendo un espacio que cultive a la comunidad. “Me quedé acá porque pude descubrir la magia en esta ciudad y la poesía que tiene el desierto. Jugué en el desierto, mi patio fue el desierto. Yo corría y me metía en los remolinos de viento y trataba de verle la cola al diablo. Entonces, cómo no amar esta tierra, si me dio todo lo que soy y ha inspirado todo lo que he hecho como fotógrafo”, indica.

—¿Cuáles fueron sus primeros recuerdos con la fotografía?

Mi primer recuerdo con la fotografía fue en el cuarto oscuro, cuando mi madre revelaba fotografías en Calama. Ella era la fotógrafa de la familia, entonces siempre tuve una cámara en mis manos, siempre quise disparar una foto. Para que ella apareciera en las fotos, las tomaba yo, o para que apareciera toda la familia en las fotos, las tomaba yo. Sabía que había ciertas condiciones de la luz que había que buscar para tomar la fotografía y eso lo aprendí con ella. Aprendí a leer y a escribir escribiendo los nombres en las tabletas que se usan para hacer las fotos de tamaño de carnet. Siempre estuvo en mí desde el inicio, además de la música porque mi padre era jazzista, concertista de trombón, se llamaba Hernán Arcos Olivera y mi mamá se llamaba María Ignacia Molina. Mi mamá, chuquicamatina, morena, ojos almendrados, linda, trabajadora, una mujer visionaria, líder de la familia, crió un montón de hermanos. Jugaba a las bolitas y ganaba, tiraba el trompo y ganaba, era buena para boxear, para todo. Mi papá era igual, era una persona mágica. La fotografía y la música estuvieron ahí modelándome. Ese es el recuerdo que tengo, de una infancia cargada de amor, de emoción, de familia.

—Se nota que sus padres han sido una gran influencia para usted, ¿cómo están ellos reflejados en su trabajo? 

Yo creo que, en la percepción de la humanidad, en lo social, que es lo que me ayudó a fundar este centro cultural. Ellos marcaron mi línea en lo humano. Siempre mi casa estuvo llena, mi madre convocaba a todos los niños del barrio en el patio de la casa, estaba lleno. Boxeaban mis amigos y algunos terminaban sin dientes, pero era una cuestión a puño limpio, y ya después ella compró unos guantes (sonríe). Vendía paletas y les colocaba chicle, entonces se llenaba la casa y ahí nace esta cuestión que tengo, que tuve un montón de hermanos. Personas que mi madre ayudó cuando estaban en una situación precaria. Eran hermanos adoptados, niños que hasta el día de la muerte de mi mamá la amaron y la quisieron. Y mi padre tocaba el trombón, entonces imagínate en un barrio de Calama, escuchar la música de Armstrong, Dorsey o Glenn Miller. A mi padre le decían Glenn, y mi nombre, Glenn, es por él. Mi padre tocaba jazz en la banda Chilex y ahí lo llamaron Glenn, y cuando yo vine al mundo, el único nombre que se le ocurrió fue Glenn. Su influencia está en el arte, en la sensibilidad, en cómo percibo el entorno.

—Usted en una ocasión comentó que una de sus pasiones era la agricultura, hábleme un poco de eso.

Mi padre estuvo en una escuela agrícola cuando era pequeñito, cosechaba papas, era pastor, reservaba las ovejas. Tuvo una infancia muy difícil. Mi padre obviamente siempre quiso plantar un árbol, siempre, y a veces no nos salía el árbol. Plantábamos un árbol ahí en la casa y se quemaba por la tierra o le faltaba agua, no tenía buena mano. Mi madre, en cambio, sí. El jardín que está, lo hicimos con ella. 

Una vez fui a Israel, estuve como registrando a otras personas que iban a aprender de cultivos, de liderazgo y de ese tipo de cosas, y terminé siendo oyente de eso. De toda esa legación, algunos plantaron cosas, pero el único que plantó en el desierto fui yo. La agricultura es una lucha, pero lamentablemente acá yo creo que, si nosotros sacáramos provecho de nuestros territorios, podríamos quizá producir para el mundo también, así como lo está haciendo Perú. Y nos estamos farreando grandes extensiones de terreno que podríamos enfocarlas en la agricultura. Y si yo fui capaz con mi madre, con mi hijo, con mi sobrino de plantar ahí en el desierto y sacar lechuga, tomate, albahaca, menta, y fui capaz de entregar a todas partes de la ciudad, yo creo que es posible. 

La agricultura es lo mismo que la fotografía. Cuando tú metes el papel fotográfico en la bandeja de químicos, lentamente aparece la imagen en blanco y negro y aparece el resultado de lo que fuiste capaz de ver en el entorno. Y en la agricultura es lo mismo. Tú plantas, sale la mata de tomate, una hojita, otra hojita y de repente sale una flor amarilla, después se pone verde y ¡pum!, está roja y sale el tomate. ¿Y sabes lo que yo hice con ese primer tomate? Lo partí por mitad, le di la mitad a mi madre y me comí la otra mitad. Y fue lo más lindo que pude experimentar. A veces me dicen que hablo mucho de mi madre, pero yo creo que no hablar de ella sería un pecado.

—¿Usted siente que ese es el recuerdo más bonito que tiene de su mamá?

Arcos se detiene un momento, como si todos los recuerdos con su madre se le vinieran a la cabeza, y luego contesta casi en susurro.

No, todos… Siempre supe que era la persona más importante en mi vida y no había otra. Otra mujer más importante que ella, no. Yo creo que la suma de todas, cada pedacito de cada una de las personas que fueron parte de mi vida, puede llegar a ser lo que ella fue, pero ella era incomparable. Y si tuviera que definir, todo lo que soy, lo que tengo, lo que amé, tiene que ver con ella, con su sabiduría. Creo que todas sus virtudes me las contagió de forma positiva porque me hizo visionario. Pienso que este espacio es uno de todos los espacios que yo quiero generar. Este es el primero de muchos centros culturales que quiero construir.

Parte de la formación profesional de Arcos se dio en la Universidad José Santos Ossa, donde estudió diseño. En 1996, comenzó a trabajar en El Mercurio de Santiago como corresponsal, labor que hasta el día de hoy ejerce. De piernas y brazos cruzados, se queda mirando al piso, recordando todos los acontecimientos en los que ha estado, “me tocó tomar fotos de la Caravana de la Muerte, a los criminales que asesinaron gente en la Quebrada del Güey, ver el paso de Pinochet por acá despidiéndose de sus tropas. He registrado terremotos, tsunamis, el estallido social, cosas buenas, cosas malas, cosas horribles…”.

—Dentro de las miles de fotos que ha capturado, ¿cuál ha sido la foto más difícil de tomar? 

Todas, yo creo. Uno tiene que estar conectado con lo que hace, yo creo que todas las fotografías tienen un nivel de complejidad, algunas te entregan las cosas así, en bandeja y tú las percibes, por lo general eso va asociado a la belleza, pero hay otras que tienen ver con la noticia, con saber esperarla, con la tenacidad del periodista o el fotógrafo. Todo está relacionado a una cuestión de hambre que la persona tenga. 

Para mí, por ejemplo, la foto del motín de la cárcel fue mi primer salón internacional de fotografía en el año 2001. Escriben sobre mí en el diario, sobre esa foto, y ahí es cuando me doy cuenta de lo que lograba estando acá. No necesitaba irme a España o a la India a tomar ese tipo de fotos, que están por todos lados, sino que me enfoqué en mi región, en el desierto, y eso me permitió enfocar un cable a tierra, en el sentido artístico, porque me empecé a dar cuenta que podía contar mi propia historia o la historia de esta región a partir de mi fotografía. Entonces dejé de aspirar a irme a trabajar a Santiago o a otros lados. En un momento quisieron llevarme a trabajar al Mercurio de Santiago, allá, pero un editor me dijo que acá yo era, en el tablero de ajedrez, un alfil, y que ese alfil era valioso. Porque si me iba a Santiago, iba a ser un peón más. 

La época del periodismo que me tocó vivir a mí fue una de las más duras, en el sentido que había que escribir bien, no te podías equivocar, no podías no tener las fotos, no podías fallar, porque el diario apostaba llevarte en avión a un lugar, pero tú tenías que tener el trabajo de vuelta, ser capaz de responder a las exigencias comunicacionales del diario más importante de Chile. 

—En el mismo tópico de cosas complicadas… ¿cuál considera que ha sido el momento más duro de su vida?

Baja la vista y se demora un segundo en contestar, cuando lo hace, habla con un tono melancólico.

Yo creo que… la muerte de mis padres. La partida de mi mamá fue devastadora, pero también fue el impulso que me llevó a hacer lo que estoy haciendo hoy, de fundar este centro cultural Estación Fotógrafo de Cerros, y dedicado a ellos. Fue lo más difícil, pero también… (hace una pausa), cuando perdí la visión del ojo izquierdo. Yo por eso uso lentes, discúlpame. Ahí tuve que enfrentarme a algunos temas que tenían que ver con la sensibilidad. Porque, imagínate, había tenido un viaje y después perder esas imágenes, tener que tratar de recordarlas, porque están en tu memoria, pero tu otro ojo no las ve igual. Es como tratar de sensibilizar el otro ojo. Fue algo a lo que le tenía miedo, pero que logré superar en la calle, observando nuevamente, descubriendo los brillos, las expresiones, las cosas bellas que me rodean.

—¿Siente que su trabajo cambió después de aquello?

(Con voz suave) La obra obviamente se ve afectada, pero la magia persiste. Descubrí que… no podía lamentarme… sino que tenía que enfrentarlo. Y bueno… también inspirado en temas de mi familia. Tengo un tío que perdió su pierna cuando era joven, se llama Ricardo Molina, y te prometo que nunca vi que él fuera una persona que tuviera una discapacidad. Jamás lo vi. (Con tono animado) Yo lo vi nadar, lo vi andar en bicicleta, lo vi jugar a la pelota con una pierna ortopédica, que no era como las de hoy, sino que era de las rígidas. Y lo vi nadando hacia la balsa, dejaba su pierna ahí y se tiraba al agua. Entonces, él me inspiró a mí… y mi padre también. Una vez quedó vegetal por un accidente. Le dio un infarto cerebral y logró, a través del esfuerzo, de todos los días hacer ejercicio con la harina, la nuez moscada, la pata guanaco, todos los ejercicios posibles para sanar, logró dar una audición para la Sinfónica de Antofagasta y quedó como trombonista (sonríe). Tengo un abuelo que atravesó el desierto y trabajó toda su vida, crio a diez hijos. O sea, yo no puedo decir que no puedo. Yo no me puedo rendir. En mi familia esa palabra no existe. Quizá… por eso que la fotografía incluso mejoró, porque también es una forma de expresar. Es un lenguaje. La fotografía es como tú descubres los códigos, las expresiones, las emociones, cómo las plasmas y eres capaz de compartirla con otros. Es compartir tu mirada.

—De todo lo que captura, ¿qué es lo que más disfruta fotografiar?

Lo social. Mi trabajo ha estado orientado a la pobreza y la marginalidad. Trabajé muchos años en los campamentos e hice exposiciones sobre eso. Me involucré mucho con la comunidad desde el periodismo, pero también me permitió descubrir mundos que otros buscaban en la India o en Afganistán. Acá había otra guerra, que era con el hambre, con la pobreza, con la falta de dignidad. Trabajé en un proyecto en 2010 sobre campamentos, donde me dieron libertad total de poder ir y registrar lo que yo veía ahí. Y eso gracias a Minera Escondida, a Techo para Chile, a gente maravillosa que luchaba por eliminar los campamentos de la ciudad. Había un esfuerzo por cambiar la vida de las personas. 

Desde mi origen, la fotografía social siempre estuvo relacionada con registrar la calle, su efervescencia, en los rituales que tiene, y eso fue nutriendo lo que soy como fotógrafo. En algunos casos logré cosas potentes, mostrar cosas que estaban mal, denunciarlas. El muelle histórico fue una de las cosas por las que más luché durante mi carrera y ahí está parado, y es parte del patrimonio de esta ciudad. El periodismo es parte muy responsable de guiar a las autoridades, porque quizás las autoridades no tienen los ojos, la visión o son ciegas, que no se dan cuenta de los problemas. Ojalá tener autoridades que vean el problema y lo resuelvan.

—¿Cuál siente que es la fotografía que más ha marcado su carrera? 

Por ejemplo, no sé… le tomé una foto a Pinochet con unos barrotes sobre él. La tomé en el año 98 y dos meses después cayó preso en Londres. Entonces cuando capté esa foto me di cuenta del poder de una imagen. En esa época me hubieran matado, pero la imagen aún está ahí, ya todo el mundo la vio y es parte de la historia, es parte de la realidad. De reconocer la barbarie que cometieron esos criminales, que fueron criminales, que mataron, vulneraron, durante 17 años a un país entero, es algo que no hay que olvidar. No es que sea la mejor foto esa, yo creo que es horrible, en lo que contiene, pero digamos, hay fotografías que marcan. Por ejemplo, la del motín a la cárcel que fue mi desarrollo internacional. He retratado a Hernán Rivera Letelier en el desierto, a Felipe Berríos, a Marcel Marceau, el mimo más importante del mundo, lo retraté y él se llevó una fotografía mía firmada por mí y él me dejó una firmada por él. Lo admiraba porque yo sabía que era un héroe de la humanidad, salvó a miles de niños y así la historia lo reconoce.

Al recordar sus más importantes trabajos, Arcos señala a su izquierda, en la pared hay diversas fotografías de Hernán Rivera Letelier que ocupan gran parte de la superficie. La muestra se denomina “Del desierto de Atacama al mundo”. “Es la obra de Hernán en 23 idiomas, en los cinco continentes, donde pude plasmar su carrera desde hace 30 años”. Con una voz apacible al recordar a su amigo, comenta que la exposición sirvió para postular al autor al Premio Nacional de Literatura y agrega que tal reconocimiento “no lo logró Andrés Sabella, ni Pablo Neruda, pero lo logró Hernán Rivera Letelier”.

—Ahora que lo menciona, ¿qué significa para usted su amistad con Hernán Rivera Letelier?

Hernán es como ese hermano mayor que uno quiere. Tengo una hermana que amo, pero él es mi hermano, hablando desde lo artístico, desde la amistad sincera noble, desde esa amistad que te inspira. Haber caminado 30 años con un poeta de los más lindos poetas que he conocido, con el que he tenido el honor de caminar… hay otros que caminaron con Neruda, yo caminé con Hernán Rivera Letelier. Lo admiro, él también me quiere mucho, nos queremos mucho. Me ha dedicado libros, quizás ahí puedas encontrar los textos que me definen, habla de que ando cargado de cosas, siempre dice, “más transpirado que caballo de paco” porque andaba siempre corriendo y registrando la noticia. 

Que en sus libros aparezca mi foto, que aparezca mi nombre al lado de las fotos de él, es el honor más grande que puedo tener. La verdadera amistad es esa amistad desinteresada que a veces puede cambiar el mundo. Yo a veces voy a su casa, veo la humildad de su familia… cómo me quieren. Haber entrado a La Moneda con él y verlo recibir el Premio Nacional de Literatura y que yo fuera su invitado especial… que yo entrara con él como le prometí alguna vez que lo iba a ver entrar a La Moneda. 

Recuerda claramente el día que su amigo ganó el Premio Nacional. Irónicamente, fue el día en que murió la Reina Isabel II. Alrededor de las 11 de la mañana, Arcos recibió una llamada del ministerio preguntando por el escritor. El primer pensamiento que cruzó su mente fue que era por el premio, pero la mujer en la otra línea rápidamente le dijo: “no es por el premio”. Arcos se desilusionó, fue una gran decepción, se molestó y le contestó: “otra vez, otra vez nos quedamos sin premio”. En ese entonces la exposición fotográfica sobre Rivera Letelier estaba montada, por lo que sintió que su esfuerzo había sido en vano. La mujer le habló nuevamente, “pero apúrese”. “Además, está apurada” le contestó de vuelta Arcos, sin creerlo. El fotógrafo le dio el número de su amigo y lo llamó. Cuando le contestó, le dijo “oye, me llamaron, pero me llamó una…”, justo en medio de la oración, Hernán lo interrumpió atropelladamente, “¿y no será por el tema del premio?”. Arcos, con voz resignada, le contestó: “capaz, pero no creo porque le pregunté y me dijo que era por otra cosa”. Tres minutos después, Hernán lo llamó de nuevo, “¡Glenn! ¡Ganamos, ganamos!”. Abrumado por la emoción, Arcos rompió en llanto. A penas pudiendo hablar, le dijo: “¡Hernán, ganaste!”. Al rememorar la escena, Arcos no puede evitar reír por la reacción de su amigo: “Me dice: ‘¡Cuidado, cuidado! Tranquilo, tranquilo, no te vaya a dar un ataque’ (ríe). Estaba preocupado de que me diera un ataque (ríe)”. Todavía con una sonrisa en el rostro agrega, “fue mágico, fue un gran logro”.

—Viendo su trabajo… ¿Por qué decide fotografiar en blanco y negro?

El blanco y negro me acompañó desde siempre porque la fotografía análoga es donde yo desarrollé mi proceso en el cuarto oscuro, como te contaba, pero en ese proceso el blanco y negro siempre permitía llevar de forma clara el mensaje, es llevarte directo a lo que tú quieres decir. Por lo menos, en el estallido social va con la tristeza que me generó esa etapa, decidí plasmar en blanco y negro con esa finalidad, de ver lo triste de esa época al ver gobernantes sordos que no atienden la necesidad de educación o de pensiones que la gente requiere con urgencia. Hay adultos mayores que se mueren de hambre… hay que ver la grave situación social que enfrenta el país. Ver esa situación me llevó a un proceso de reflexión muy profundo que fue el que también me llevó a fundar este centro cultural. El blanco y negro, por lo menos para lo artístico, me agrada, en lo estético. El blanco y negro es una de las líneas que me apasiona, partí con una cámara en blanco y negro, y hace sentir en mi corazón esas gotas de poesía que fueron las que me enamoraron de la fotografía.

¿Hay algún momento que se arrepienta de no haber capturado?

A ver, hay algunas cosas que… pero por disfrutarlas, preferí verlas (sonríe). Por ejemplo, cuando nació mi hijo, tomé las fotos justas, luego hubo un momento que bajé la cámara y me dediqué a disfrutarlo. Cuando estaba Roberto Obrado tocando piano acá, ese día disfruté cuando tocó Claro de Luna. Claro de Luna fue el tema que mi padre le regaló a mi madre cuando se enamoraron. Y yo no sabía por qué me gustaba tanto. Y era porque mi mamá lo escuchó cuando yo estaba en la panza, o sea, lo escuchó desde la panza, mi hermana me lo dijo.

—Obviamente, tiene muchas anécdotas en Antofagasta, pero ¿hay alguna anécdota que recuerde de forma especial de sus viajes al extranjero?

Me tocó hacer un reportaje del río Silala. Y viajamos a ver un tema de la construcción de unas bases militares. No había drones, no había nada, entonces nosotros, con el afán de llegar al lugar, no nos dimos cuenta y cruzamos el límite. Después ya nos dimos cuenta de que venían hombres armados, entonces retrocedí… empecé a retroceder porque el periodista quería entrevistar a los militares (ríe), empezaron a disparar, y yo vi las balas pasando al lado de mi cabeza, y gracias a Dios no resultamos heridos.

 Me hicieron una nota una vez de cuando fue un terremoto. Una periodista me vio corriendo hacia el mar con mi cámara, todo el mundo corría hacia el cerro, y yo iba corriendo hacia el mar. Me di cuenta que siempre soy como… voy a la presa de las fotografías. O sea, he volado en todos los helicópteros que tiene las Fuerzas Aéreas, he volado en el CAZA que se cayó Felipe Camiroaga, he volado en ese mismo avión, he volado en Mirage, un avión de guerra, y salí digno del avión. He tenido una experiencia extrema, estar en una erupción de un volcán, o volar en un helicóptero a la cordillera, o estar en una catástrofe donde ha habido 20 muertos. Es una carrera excitante, apasionada, y una carrera que me llenó la vida, como también hay cosas que me marcaron y me quedaron huellas tristes. Pero el periodismo es uno de los caminos más lindos que puede tomar.

—Habló de su pasado, pero ahora, ¿cómo ve su futuro? 

Estoy en una etapa donde quiero hacer talleres, donde necesito adquirir cámaras, generar proyectos para poder enseñarle a niños. Y creo que una de las cosas que me haría muy feliz a mí, es ser el referente de la fotografía de Antofagasta. Alguna vez imaginé esto lleno de niños y ya ocurre.

Espero con el material que tengo pueda hacer, no uno, sino unos 30 libros. Hay libros que quiero escribir y que quiero mostrar. Me gustaría aportar desde mi poesía a los jóvenes, tener una escuela de fotografía, una asesoría para inspirar a muchos más jóvenes en el teatro, en la pintura, en la música, en las artes, en la ciencia, en educar.

Arcos permanece sentado un momento antes de levantarse de su silla, con un sentimiento de esperanza y anhelante del futuro que planea, se pone de nuevo los lentes de sol, sonríe y con una pequeña reverencia agradece la entrevista.