Publicado en Radio Universidad de Chile.
Conocí personalmente al profesor Humberto Maturana Romesín en los noventas, cuando hacía mi tesis de pre-grado “Bases Fundamentales de la Teoría de Autopoiésis”.
El profesor Manuel Ortíz nos había traído la avant-garde de la Escuela Canadiense de la comunicación, pero también la Escuela Cognitiva chilena que lideraban Maturana y Francisco Varela. Reconozco que me emocioné in extremo cuando Varela falleció, y fue publicado un artículo que decía “Los genios no deben morir” (El Mercurio de Santiago, 2001). Sin duda, el discípulo de Maturana había superado al maestro y se había convertido en el científico chileno más prestigioso internacionalmente, aquél que lideró el equipo de investigadores/as que forjaron las conversaciones trascendentales con el Dalai Lama.
La vida y la muerte no pueden ser completamente explicadas por la ciencia, por eso había que escudriñar en los misterios holísticos de los saberes milenarios.
Solía viajar e ir a su laboratorio de Las Palmeras en Ñuñoa (mi tía vivía a la vuelta), y luego de pasar por la barrera de sus asistentes de investigación, recelosos y desconfiados, el profesor Maturana me recibía como un padre amoroso que enseña sus valiosos conocimientos a una hija. Me entregaba sus escritos inéditos en español, francés e inglés. Una vez le pregunté que por qué prestaba su trabajo ‘recién salido del horno’ a una perfecta desconocida sin el temor que no lo devolviera, y me dijo simplemente que si yo me quedaba con sus papers, no tendría la cara de visitarlo nuevamente. Eso era enseñar ética desde un modo práctico. Por supuesto, nunca tuve la malformación ‘chilensis’ de quedarme con lo ajeno.
La semana pasada lo vi en un webinar lanzando su nueva obra, La Revolución Reflexiva (2021), y aunque su hablar era cansado, su lenguaje biologicista nos volvía al sentido de lo humano como versa uno de sus libros (1991).
Aun cuando el Dr. Maturana se opuso a la idea del sociólogo alemán Niklas Luhmann de concebir a los sistemas sociales como sistemas autopoiéticos (que se hacen a sí mismos), desde los 80s -en plena dictadura- nos venía hablando de la construcción de la democracia chilena a partir de nuestras conversaciones públicas y privadas.
El biólogo chileno tenía una mirada de la política más a la usanza de Hannah Arendt (1906 – 1975) en la importancia del diálogo y la comunicación, y muy alejado de la postura de Carl Schmitt (1888 – 985) de entender los fenómenos políticos a través del conflicto y del ejercicio del poder. El maestro fue un exquisito idealista, criado por una madre cariñosa que lo educó en el amor, y por eso la base de su teoría biológica parte de que el fundamento en la convivencia humana es el amor, y el altruismo en el resto de los seres vivos.
Aún cuando las discusiones políticas se han llenado del imperio de la razón o de ésta como un instrumento (Escuela de Fráncfort), Maturana nos solía decir que el más racional argumento no era más que una emoción enmascarada: la aceptación del/la otro como legítimo/a otro/a, o la negación. Desgraciadamente, la política es más bien concebida desde atacar los argumentos contrarios y con ello las emociones que van detrás, y no aceptar la legitimidad del pensamiento (emociones) divergente.
Desde una mirada feminista, la filósofa Martha C. Nussbaum (2014), también apoya la idea de que la emocionalidad amorosa es la que debe regir los principios de justicia, fraternidad, igualdad y libertad. Estos argumentos se muestran muy contrarios al escrutinio del filólogo y filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), quien veía en las expresiones del humanismo cristiano y otras religiones, una acto absoluto de debilidad humana. De seguro, el nihilismo de Nietzsche deviene de la incapacidad de sentirse amado y validado como un otro importante, y de las consecuencias de odiosidades históricas que llevaron a Alemania a enfrentarse a dos conflictos mundiales.
Seguramente, al profesor Maturana no le gustaría que yo usase la expresión ‘autopoiésis política’ porque, como Luhmann, estaría traspolando sus ideas biológicas al quehacer social, aun cuando su teoría es ampliamente estudiada en Relaciones Internacionales. Sin embargo, se me hace necesario hablarle a la elite política y a aquellos/as candidatos/as a distintas elecciones sobre el legado de un hombre que hizo ‘polis’ desde su saber y su vivir. Una política autopoiética es aquélla que se hace a sí misma sobre la base de la aceptación y legitimidad de los/as otros/as y a través de la comunicación y la convivencia diaria.
La política no debe ser mirada desde la visión de Jürgen Habermas (1981) donde el mejor argumento o el más persuasivo gana. El diálogo implica escuchar, y en esa escucha yo cambio con el/la otro/a. No impongo mi punto de vista con violencia activa o pasiva, pues esa práctica sólo estaría develando que fui un ser no amado y que necesito el control sobre el/la otro/a para hacerme visible en su aceptación y amor. Deberíamos preguntarnos señores/as políticos si nuestras prácticas son desde el amor o la negación, y que como la alegoría del ‘rey va desnudo’ se hace necesario mostrar públicamente una historia amorosa o de desamor. La política no puede ser un mal amor.